Una vida por el amor de una rosa


 
De una lágrima proveniente de un amor maldito nació una rosa. No una cualquiera, sino una encantada que crecía sin saber por qué en medio de la oscuridad, como una pequeña estrella perdida. Era de una belleza sin igual, de esas rosas que parsimoniosamente eran testigos de la muerte de la bestia, del príncipe, de la pareja de enamorados, del gorrión, y de esos seres con sueños rotos, por su causa. Maldita en la perennidad. 

Un día la flor fue entregada a un rey prospero como obsequio de aniversario por un ser longevo que le comunicó que con ella alcanzaría la felicidad eterna a cambio de darle su vida por completo, porqué se decía, la rosa tenía vida propia y hacía realidad esos deseos profundos del corazón. "Espero, le haga eternamente feliz, majestad", dijo el anciano al magno rey. Al escuchar esto, el la aceptó emocionado y mandó a construir inmediatamente un jardín para que ella pudiera reposar, donde llegó a colmarla de atenciones y tesoros. 

Mas con el transcurso del tiempo, el soberano se obsesionó y se enamoró de la rosa hasta enloquecer, tomando finalmente la fatídica decisión, con su juicio completamente nublado, de suicidarse para así alimentarla del infinito amor que podía entregarle; seguro de hacerle saber sus verdaderos sentimientos y promesas. 

Cuando ambos fueron sepultados juntos, y su historia fue olvidada por el bienestar de todos los habitantes y del país mismo que se había consumido, a los oídos de un reino lindante llegaron las noticias de la caída de ese bien amado gobernante ante un insignificante pimpollo. Pronto estalló la guerra, pues si por una fútil rosa había caído un rey poderoso, y llevado a la ruina un feudo virtuoso, sin duda alguna valía la pena ganarla para conquistar el mundo. 

Canciones dicen que, tras una ardua lucha, la rosa cayó en manos de un monarca, que a pesar de que poseía un corrupto y oscuro corazón dispuesto a arrasar con todo a su paso, la tomó a su cuidado pues lo que encontró en lugar de una frágil flor fue a un niño recién nacido. En los ojos tiernos del infante podía leerse, como un cuento, que ella había aceptado el amor del delirante y precario rey condenado a la muerte; y ayudada con la luz de la luna en sus pétalos, se había encarnado en la criatura que abrió los ojos al mundo en un solsticio de invierno, un niño que fue bautizado por su risa y sus más gloriosos sueños sin fin.

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