La Caída Del Sol
El frío más prodigioso habitaba en la majestad del ilusionado sol, qué, ahora pálido, lloraba las lágrimas de sus herederos colmados ya por el manto de la muerte. Todas aquellas inevitables mentiras habían sido predicadas entre murmullos de añoranza, hasta convertirlo en un espejismo de sí mismo. Sólo un inesperado gesto de verdad, nacido de la risa de un recién nacido, luchaba con la autoridad de quién se ha despertado y separado de ese enjambre de calamitosas ideas. Esas con las cuales ahora los criaban haciéndoles similares a un etéreo ganado que sembraba destrucción en todo lo que tocaban. Todo para transferir un soplo de hálito de vida a esa tan amada estrella ya frágil en el cielo.
Sin embargo, el imperio de los autómatas aún secaba esa fuente de existencia, esa vida que día a día perdía su esencia engendrada en un principio para otorgar bienestar a los más necesitados de su protección. Por millares de segundos, minutos y horas ellos gobernaron, y consumadamente secaron al sol, ese que pedía a gritos la presencia de su héroe. Y, así, por sus acciones, los oriundos de ese planeta condenado no fueron más que un recuerdo hilvanado y escrito con el sigilo de quién más allá, desde otro sistema planetario, contemplaba por un telescopio esa catástrofe tramada ya desde una sabiduría falta de empatía solemne.
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