El Mayor de los Regalos
Cuentan las viejas canciones del pueblo que en la duermevela se erguía con señorial y pétrea fe, que al príncipe de los consentidos por el firmamento unificado le fue dada la misión de proteger un paraíso de incierta justicia, y del cual poco conocía. Sólo de él había escuchado las historias contadas por sus ancestros, que la habían transmitido de generación en generación. Así, la historia de ese edén del que siempre le habían hablado entre tiernos e infantiles ratos, era pues el lugar donde debían habitar y yacer las almas de todos aquellos que morían por amor. Siendo niño tal revelación causaba en él un verdadero impacto, también emociones encontradas, y anhelos y deseos por fundar un espacio donde todos pudieran ser felices. Mas con el paso del tiempo aprendió otras cosas de la historia que se le antojó pérfida ya siendo mayor; sucesos que marcarían por completo su vida.
Y, él, acostumbrado a navegar secretamente entre las olas del mar de los bienaventurados, buscaba sabiduría en los murmullos que le podían otorgar el día y la noche cada vez que les rezaba todos los martes con eterna devoción. Los rezos que enunciaba con premura para así iluminar su corazón lleno de dilemas y vacilaciones. Y se dice pues, que estos, por siglos le arrullaron con la beatitud y el sosiego de quién pedía los pertinentes deseos. Y también oraba desde el encierro de sus aposentos, por el alivio y el descanso de todas esas almas que moraban en el insigne quebranto de sí mismas.
Con justa razón, por todo lo que presenciaba y más, se entregaba también a un llanto secreto y a la desavenencia más amada. La mayoría de las veces por aquellos que no alcanzaban a arribar en las costas que los llevarían a la otra vida merecida. Pues todo tenía un precio, y para las almas, era el más alto de todos. Y es que, al dárseles la oportunidad de reencarnar en otra vida, los espíritus debían entregar como pago para ingresar al otro lado todas las buenas acciones que habían llevado a cabo con una rigurosa verdad a cuestas. Mas ninguno de ellos era poseedor de algo tan valioso, porque en vida habían sido desalmados y egoístas. Y el soberano, testigo presencial de todo esto, sintió como una daga helada poco a poco se clavaba en lo hondo de su corazón, al ver con doliente horror, a las almas perecederas que no podían obtener tan ilustre oportunidad y el pertinente descanso eterno por tan significantes gestos no correspondidos.
Se dice entre todos los conocedores, que con el paso del tiempo, él enloqueció con la pena instalada ya en su ser y lanzó, finalmente, un grito de precaria y aterradora desesperación a la nada. Grito que inundó todo el palacio de duermevela para sorpresa de los vasallos, consortes y consejeros que le prestaban ayuda día tras días tras día. Y con esta acción ocasionó que la parte más odiada por sí mismo, esa arraigada a su ser, abandonara su cuerpo. Desechándola como quién desecha una porción de un objeto inutilizable. Esa parte que creía la causante de su inesperada razón de ser, de sus delirios y la ruina del importante papel que debía sinceramente desempeñar. Así, cuando la desechó, aquella parte de sí mismo mutó en un joven de agraciada belleza interior, mas manchado por el velo de la superficialidad más afeada. Esa que lo acompañaría por el resto de sus horas, minutos, segundos, meses y años venideros. Todo esto, por supuesto, ocurrió frente a los perplejos ojos de los habitantes del aquel emancipado mundo en miniatura.
Nada más nacer, y a prisa, por órdenes del mismo príncipe que lo parió como quién pare el más horripilante de los monstruos, ese nuevo ser se miró encerrado en un espejo en lo más alto de una torre que en lo profundo de una selva de colores se encontraba. Sin embargo, nada de esto impidió que los oriundos, los lugareños y las almas de los difuntos buscaran su consejo. Así, se les veía día tras día, tras día viajar desde muchas partes del ensueño y la realidad sólo para entrevistarse con esa parte arrojada como un viejo e inútil trapo. Porque no sólo alcanzaban a llegar al espejo, si no que podían tocar el más allá.
Esto iba sucediéndose a través de las canciones, los murmullos y las voces que traía el poderoso entorno que la nueva criatura había llegado a amar. El mismo que conseguía atrapar aún en la lejanía a los oídos videntes, y que prestaba ayuda a aquellos que se alcanzaban a desviar del camino. Todo a su alrededor les recibía, y aunque salvaje, ese ambiente permitía el intercambio de las debidas noticias hacia quienes pretendían aun escuchar los instruidos susurros de tal ser. Porque, se decía, el príncipe se había desecho en forma de un despojo, de una sombra, de esa alegría que en su alma habitaba. Y por esta ávida acción, había quedado finalmente gobernando en él la amargura que deambulaba por el mundo predicando la verdad.
Se cuenta que las estrellas, las sabías consejeras del cielo, habían entristecido por esta ingrata acción de tal príncipe bien amado. Mas día a día, pese a todo, pese a esto, la amargura del soberano agasajaba con su presencia a la que ella consideraba una abominable criatura de la naturaleza, también buscando consuelo. Esa que había nacido desde lo profundo de su ser. Esa que era su alegría y todos sus deseos felices. Esos deseos que aún luchaban por encontrar la ley del amor desinteresado en ese reino de disfraces y caparazones artificiales, esos mismos que la alegría pretendía salvar antes de que cayeran en el terror del abismo de los sueños sin descanso. Porque desde que el príncipe se había dividido en dos todo había cambiado. ¿Para bien o para mal? No se sabía, pero lo que sí supo la alegría, con quién la amargura aprendió a mostrarse conforme y de acuerdo descaradamente, era que existir fue el mayor de los regalos.
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